Esto sí que es Nicaragua

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Los Garcías, 22-8-2012

Por fin, después de casi dos semanas en Managua, nos vamos a las comunidades rurales de Boaco, a ver a nuestras familias “nicas”.
Antes tenemos que pasar a dejar la cámara de fotos pequeña, la que utilizamos para grabar las entrevistas, en un servicio técnico para que nos la arreglen, ya que se nos estropeó en Cuba. Primero aparecieron unas manchas en el objetivo, luego empezó a fallar el cierre de la lente, y para finalizar se le estropeó el zoom. ¡Qué desastre! Después de dos semanas esperando a que nos digan si nos cubre la garantía, hemos decidido dejarla y que al menos solucionen el primer problema, y ya veremos si nos toca pagarlo o no. ¡Sin cámara no podemos trabajar!

Buscamos un taxi que nos lleve allí y luego al mercado de El Mayoreo, de donde salen los buses a Boaco. Concertamos un precio adecuado con uno de los taxistas que aparcan junto a la estación de autobuses de Ticabús, cerca de donde nos alojamos, y le pedimos que nos recoja en la puerta del hotel. Cuando llega, vemos que junto a él está sentado un joven. Estamos alertados de no compartir taxis, sobretodo cuando viajamos con el equipaje, ya que es una forma de robar a los turistas: paran en un lugar apartado, te roban las cosas y te dejan tirado. El taxista nos asegura que el joven que lo acompaña es de fiar, que ha venido a acompañar a un familiar a la estación de autobuses, pero no nos fiamos mucho. Por ello le pedimos a Melva, la encargada de nuestro hotel que anote la matrícula del vehículo. El conductor parece comprender nuestra medida de precaución y nos vamos. Pero en cuando giramos la esquina, el joven que iba sentado delante le dice que tiene que bajarse porque ha olvidado una cosa, y se va. Nosotros nos quedamos pensando ¿Será verdad o nos acabamos de librar de un robo? En cualquier caso, estas medidas de precaución siempre hay que tomarlas.

Llegamos al Mayoreo, subimos al bus y enseguida hacen acto de presencia los curiosos vendedores ambulantes, que suben y bajan del autobús anunciando su mercancía a voz en grito. Por el camino vemos cómo salimos de la ciudad. Pasamos por algunos pueblos, vemos hombres a caballo, mujeres y niños bañándose en el río. El verde llenándolo todo: los caminos, las montañas... Empezamos a acercarnos a la verdadera Nicaragua. Este autobús nos deja en Boaco, donde tenemos que coger otro que nos llevará hasta la entrada de Los Garcías, la comunidad de mi “hermana” María y sus hijos.

Al llegar a Boaco ya reconozco la ciudad. Cuando cogemos el segundo bus empieza a resultarme familiar el paisaje, las pequeñas caídas de agua, la carretera que circula junto a un barranco bajo el cual sólo está el río y la jungla, el río que el autobús atraviesa entrando en el agua, sin puente alguno. Según nos acercamos a Los Garcías me voy poniendo nerviosa. ¡Cuatro años deseando que llegara este momento! No puedo parar de sonreír y de imaginarme abrazando de nuevo a María y los niños. Varias veces pregunto a otros viajeros si falta mucho para llegar. ¡Parezco una niña pequeña! “Es la siguiente parada”, me responden la última vez que pregunto. Voy asomada a la ventanilla, veo que nos acercamos al cerro donde para el bus... ¡y ahí esta Nielson! Ha crecido y le ha cambiado un poco la cara, pero sé que es él porque, además, también miraba hacia el autobús con los ojos muy abiertos, buscándome. Lo llamo por la ventanilla y entonces me doy cuenta de que la mujer que está junto a él es María, y que a su lado está también Rodrigo, el pequeño, que empieza a correr hacia el bus.

Hacía tiempo que soñaba con este momento, y por fin lo estoy viviendo: María y yo nos abrazamos de nuevo. A mí se me saltan las lágrimas, ella tiembla de pies a cabeza. Los niños sonríen todo el rato pero están un poco tímidos. Yo no hago más qué mirarlos y decirles lo guapos que están. Una vez recuperados de la emoción, empezamos a caminar hacia casa de María.

Por una parte, me cuesta creer que estemos aquí. Por otra, parece como si no hubiera pasado el tiempo. María me pone a prueba ¿recordaré dónde está su casa? Pese a mi memoria de pez y a mi falta de sentido de la orientación, no podría olvidarlo.

La de María es una casa humilde, hecha de bloques sin pintar. Tiene tres estancias: el salón, la habitación y la cocina. Es una cocina de leña, como todas las casas de estas comunidades. No tiene cuarto de baño. Cuando vine la otra vez tenía una letrina que, cuando llovía, se llenaba de insectos y cucarachas. Ahora, con la ayuda de una organización, han construido unos retretes mucho más higiénicos. La verdad es que esto es una alegría para mí: la letrina es el único mal recuerdo que tenía de mi estancia aquí. La ducha no puede ser más natural: un cubo de agua en medio de los árboles. Puede resultar un poco incómodo, pero la sensación de libertad que se siente al bañarse así es muy agradable.

Cuando entramos en casa, nos encontramos con que, a falta de una habitación para nosotros, han “construido” una en el comedor: con unas cuerdas y varias telas nos han preparado un espacio para que podamos dormir aparte. Ellos tres dormirán juntos en una cama en la única habitación. Abrimos las telas y vemos que los niños nos han hecho unos carteles dándonos la bienvenida: “Bienvenidos a nuestra casa Javi y Mayte, los queremos mucho” “La extrañamos Mayte”. María ha hecho zumo de pitahaya, una fruta tropical (con agua hervida, para que podamos tomarlo sin miedo) y ha comprado unas cervezas. ¡Más acogedores no pueden ser! Una vez más, nos sentimos como en casa.

Cenamos juntos mientras charlamos y nos ponemos al día de lo que hemos estado haciendo en este tiempo. Nos hemos mantenido en contacto por carta y alguna que otra llamada, pero siempre hay cosas que compartir.

Nos vamos a dormir temprano. Aquí el ritmo de vida es diferente: la gente se levanta alrededor de las 6 de la mañana y a las 8 y media se van a dormir.

Ahora sí: estamos en Nicaragua.