Refugiados birmanos: escapando de una cruel dictadura

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Mae Sot, 4-4-2012

Mae La

Vamos en un sorng-tau, el transporte colectivo habitual de Tailandia. Con nosotros viajan una madre y un padre con sus hijos, varias mujeres, un par de estudiantes... Por el camino suben algunas personas más, casi sin esperar a que el vehículo se detenga. Algunos, sin sitio para sentarse, se agarran como pueden al exterior del vehículo.

Estamos a finales de abril y el calor es sofocante. El sol calienta desde las primeras horas del día hasta la caída de la noche, cuando la brisa y alguna lluvia ocasional refrescan ligeramente el ambiente. A mediodía, en un vehículo abarrotado, circulando a lo largo de una carretera desierta y polvorienta, el calor es insoportable. El paisaje seco y el humo producido por la quema de los rastrojos poco tiene que ver con la típica estampa del sudeste asiático. No se ve ni rastro de los verdes campos de arroz inundados de agua que nos vienen a la cabeza cuando pensamos en esta parte del mundo.

Recorremos la carretera que une Mae Sot y Mae Sariang, en el noroeste de Tailandia. Hora y media después de salir, vemos a nuestra izquierda un pequeño pueblo. Todas las casas son de bambú y tejados de hojas. Parece todo muy limpio y organizado. Algunas casas se sitúan en la ladera de una pequeña colina, dándole un aspecto de pueblo de montaña. Es cierto lo que habíamos oído: no parece un campo de refugiados.

Estamos en Mae La, uno de los 9 campos que salpican la frontera de Birmania con Tailandia, que encuentra a muy pocos kilómetros de aquí. En estos campos de refugiados viven más de 160.000 personas desde hace años.

Birmania o Myanmar

Birmania vive bajo una estricta dictadura militar desde el 2 de marzo 1962, cuando el general Ne Win, mediante un golpe de estado, derrocó al entonces primer ministro democrático U Nu. Hacía menos de 20 años que Birmania había obtenido la independencia de Gran Bretaña.

Desde el primer momento muchos líderes políticos se vieron obligados al exilio. Sólo un día después de hacerse con el poder, Ne Win abolió la constitución que garantizaba la democracia en el país y el consejo militar tomó el mando. Poco a poco el nuevo gobierno fue tomando nuevas medidas que les garantizaran su permanencia en el poder y que recortaban, cada vez más, las libertades de los ciudadanos.

Durante todos estos años se han producido grandes protestas. Una de las primeras, en agosto de 1988, acabó con la vida de más de 3.000 personas, la gran mayoría estudiantes universitarios que reclamaban pacíficamente democracia y libertad. Otra de ellas, la más conocida, es la llamada “revolución azafrán”, bautizada así por el color del hábito de los monjes budistas. Fueros ellos los que comenzaron y, durante días, lideraron la protesta. Miles de monjes fueron golpeados, arrestados y encarcelados. Algunos murieron o desaparecieron. Otros, escaparon del país.

Torturas, prisión, muerte, exilio... es el precio que han tenido que pagar y siguen pagando muchos ciudadanos birmanos, que han sufrido durante décadas una de las dictaduras más brutales y represivas del mundo.

Uno de los temas más sangrantes es que el gobierno birmano, desde que se hizo con el poder, está atacando los poblados y confiscando las tierras de los campesinos, sobre todo de minorías étnicas como los karen. “Matan a los hombres, violan a las mujeres, reclutan a los niños como soldados y luego queman y minan las aldeas para que nunca puedan regresar”, nos explica Javier de la ONGD española Colabora Birmania.

Las violaciones de los derechos humanos en Birmania han sido recogidas y certificadas por multitud de organismos internacionales y ONGD a lo largo de los años. Se habla de torturas, censura, violaciones, esclavitud sexual, tráfico de personas, limpieza étnica, etc. Todo esto, unido a la forma brutal con la que se han reprimido las protestas pacíficas de los ciudadanos birmanos, ha provocado el aislamiento político y económico del país.

Birmania es un país rico en recursos naturales aunque la extracción y explotación de los mismos siempre ha estado en manos de los miembros de la junta militar. La pésima gestión económica, la falta de inversión en educación y sanidad y unos de los niveles de corrupción más altos del planeta han convertido a Birmania en uno de los países menos desarrollados del mundo. En el año 2006 este país, situado entre algunas de las mayores economías emergentes del planeta y en pleno corazón del sudeste asiático, ocupaba el puesto 130 de 177 en el informe del PNUD, organismo de la Naciones Unidas encargado de medir el Índice de Desarrollo Humano (este índice tiene en cuenta datos como la situación educativa, los ingresos reales, la esperanza de vida, etc.)

Birmania, cuya población vive mayoritariamente de la agricultura, esta sometida a un embargo comercial por parte de la Unión Europea y de Estados Unidos entre otros, y tan solo tiene el apoyo económico e incluso a veces militar de sus vecinos: India, Tailandia y, sobre todo China, país que tampoco se caracteriza por su respeto a los derechos humanos. Otra importante fuente de ingresos para el país es la explotación forestal, sin olvidar que Birmania es también un importante productor de opio.

El turismo en Birmania está permitido pero siempre bajo unas fuertes restricciones. El gobierno lleva tiempo intentando fomentar esta lucrativa industria pero tan solo se tolera visitar determinadas zonas del país y, con la excusa de proteger a los turistas, se limita oficialmente el “contacto innecesario” con la población local. En los últimos tiempos un mayor número de turistas entra al país, pero las condiciones para conocer realmente a sus gentes no son las idóneas: “Es un país caro para viajar como mochilero. No puedes ir donde quieres. Los hoteles son muy caros y de pésima calidad ya que solo algunos pocos tienen permiso oficial para alojar a extranjeros... son los de los amigos del gobierno. ¡Siempre la corrupción! No puedes ir a cualquier hotel para locales. Tienes que entrar y salir en avión ya que está prohibido hacerlo por tierra.” nos explica disgustada una experimentada mochilera que acaba de llegar a Tailandia después de pasar un mes en Birmania.

¿Birmania o Myanmar? El cambio de nombre fue impuesto por el régimen militar gobernante en 1989, dentro de una política dirigida a borrar cualquier vestigio de colonialismo del país; una decisión tomada por unos pocos y sin consultar al pueblo. Las organizaciones internacionales han reconocido el nuevo nombre. Los contrarios a la política seguida en este país, lo siguen llamando Birmania. Los exiliados se definen como birmanos. Nosotros también los llamaremos así.

La vida en los campos de refugiados

Ante esta situación económica y sobre todo debido a las continuas violaciones de los derechos humanos, miles de personas han huido durante todos estos años y siguen huyendo de su país hoy en día. Muchos son acogidos como refugiados en los campos de países como Bangladesh, India y Malasia, aunque la mayoría se encuentran a lo largo de la frontera entre Birmania y Tailandia. Unos pocos y afortunados expatriados son enviados cada año a otros países como Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Suiza... donde puedan tener una vida normal. Lamentablemente, España no está entre los países de acogida. Sin embargo la mayoría permanece en los campos durante años.

Mae Sot, un pequeño pueblo que se encuentra muy cerca de campo de Mae La y a escasos kilómetros de la frontera, concentra una gran cantidad de ONG y voluntarios que trabajan para mejorar las condiciones de vida de los birmanos que viven en la zona. 

Aquí reside Kat, una joven inglesa que lleva dos años trabajando como maestra voluntaria en el campo de Mae La. Kat nos ha explicado que hace falta un permiso para entrar legalmente y que tardan unas dos semanas en concederlo. Nosotros no podemos quedarnos tanto tiempo, así que tenemos dos opciones: colarnos por un agujero en la valla o probar a entrar por la puerta y con un poco de suerte no nos pedirán el permiso. Intentamos la segunda opción.

Al entrar, el militar que hace guardia en la puerta está hablando con otro hombre y ni siquiera nos mira. Pasamos directamente y callejeamos un poco entre las casas. Vemos mujeres preparando bambú para reconstruir las paredes, niños jugando, hombres sacando agua del pozo... Pasamos por una iglesia (la mayoría de los que viven aquí son cristianos) y algunas tiendas.

La población de los campos subsiste gracias a la ayuda de la TBBC (Thailand Burma Border Consortium), un consorcio de 12 ONG internacionales que prestan apoyo alimentario, sanitario y educativo a los refugiados birmanos en Tailandia. En teoría no está permitido tener ningún negocio dentro del campo, pero estas personas llevan aquí 30 años, necesitan buscarse alguna ocupación. No es tanto por ganar dinero, sino por tener algo que hacer. “Cada vez hay más tiendas, pero yo nunca he visto a nadie comprando”, nos comenta Kat. No es fácil ver cómo pasan los días, los meses, los años... y no tener nada que hacer. Tan solo esperar a que les digan si los envían a otro país o si los mandan de vuelta a Birmania. No pueden hacer nada más: “La TBBC nos da comida. Nosotros comemos y esperamos”, le decía el otro día una mujer a nuestra amiga.

Quienes viven en los campos tienen una documentación que los acredita como refugiados, pero que al mismo tiempo les impide salir del mismo. Si los paran en un control fuera del campo, los pueden deportar. Si tuvieran dinero tal vez podrían pagar un soborno a la policía (algo más que común aquí) pero, ¿quién tiene dinero en los campos? A pesar de ello, la necesidad hace que muchos se arriesguen a salir para trabajar y conseguir algo de dinero con el objetivo de mejorar un poco la alimentación de su familia.

Los 13 kilos de arroz y el litro de aceite que reciben al mes no son suficiente. Hasta hace unos meses la ración era superior (20 kg de arroz al mes) pero la crisis económica y los continuos recortes en cooperación han empeorado aún más la situación. La crisis nos afecta a todos, pero siempre castiga de forma más cruel a los más pobres. Diversas ONG y organizaciones internacionales les proporcionan sanidad y educación e intentan mejorar su alimentación.

Aunque hay controles policiales, en general no son demasiado estrictos. Estando allí descubrimos que no hay uno, sino muchos agujeros en las vallas metálicas que rodean el campamento. La gente entra y sale continuamente. Los policías que hacen guardia en las puertas miran hacia otro lado.

No podemos entretenernos mucho ni pararnos a hablar con los habitantes de Mae La. Si nos descubren  a nosotros sin el permiso simplemente nos dirán que nos vayamos, pero si alguien del campo nos estuviera acompañando en ese momento, sí que podría tener problemas, y es lo último que queremos.

Fuera de los campos

Si intentamos ver la parte positiva podemos decir que al menos la gente que vive en los campos tiene un sitio seguro donde estar y algo para comer (aunque sea poco) . Pero hay muchas otras personas que llegaron aquí escapando de las matanzas, mujeres que perdieron a sus maridos en los enfrentamientos, ex presos políticos, familias enteras... que viven fuera de los campos. A veces el motivo para negarles asilo es que no cumplen algún requisito legal, o simplemente que no hay espacio para ellos. Unos dos millones de birmanos viven en esta situación.

¿Qué ocurre con estas personas? Son las que vemos recorriendo las calles de Mae Sot: menudas, delgadas y con las ropas sucias. Esas mujeres que, en el mismo carro, llevan los plásticos que sacan de  los contenedores y a sus hijos. Esos hombres con las piernas mutiladas por la explosión de una mina que se arrastran por las calles. Esos niños que piden por las mañanas en el mercado y que a veces le alquilan el bebé a una madre joven, para dar más lástima y conseguir más dinero. A menudo son víctimas de abusos o incluso de las mafias de tráfico de personas.

La mayor parte de los tailandeses sienten compasión hacia los birmanos, pero no los integran en la sociedad. Son vistos como ciudadanos de segunda. Asimismo, el gobierno tailandés ha permitido que los campamentos se asienten en su territorio, pero no parece apoyarlos ni ayudarlos de ninguna otra manera. Aún así, entre la multitud de voluntarios de todas las nacionalidades que viven y trabajan en Mae Sot es fácil encontrar a tailandeses comprometidos y deseosos de ayudar a sus vecinos.

Presos políticos y torturas

Algunos birmanos han conseguido salir adelante, e incluso han creado asociaciones como ExPPACT, en la que ex presos políticos se ayudan unos a otros. Hombres y mujeres que han pasado media vida en la cárcel sólo por defender sus ideas, que han luchado, que han sido torturados... y ahora viven en Tailandia como ilegales, sin ningún tipo de ayuda más que la que se prestan entre ellos y la de algunos voluntarios extranjeros. A pesar de su dura vida pasada, incomprensiblemente, ellos tampoco lo tienen fácil para conseguir el estatus de refugiados.

Es el caso de Thiha Yarzar, un birmano que ahora vive en Mae Sot. Thiha lleva luchando por la democracia desde 1987 cuando, con 21 años, fue encarcelado por primera vez. Su delito: organizar una protesta estudiantil contra la política económica del gobierno. Por ello pasó 5 meses en prisión. Thiha nos cuenta lo dura que era la vida allí. “Pasé varios meses sin más ropa que la que llevaba cuando me arrestaron y sin poderme lavar” Pero eso no era lo peor. “Durante los primeros dos meses, me golpeaban casi a diario, con mis manos atadas a la espalda y una capucha en la cabeza”.

Lejos de alejarlo de la lucha, Thiha salió de la cárcel aún más convencido de que tenía que pelear por la democracia y la libertad en su país. De las protestas, pasó a formar parte de la lucha armada en misiones de espionaje y ataque a objetivos militares. Tras una de estas misionesfue capturado y vivió los peores momentos de su vida. “Estaba en una celda totalmente a oscuras, no sabía si era de noche o de día. Sólo me daban de comer arroz y me obligaban a beber agua del water. Para hundir nuestra moral, nos obligaban a gritar: ¡No soy humano, sólo soy un prisionero!” Es duro escuchar los métodos que utilizaban con él y sus compañeros en los interrogatorios. Su cara refleja el dolor y, al mismo tiempo, el valor con que se enfrentó a ellos. Nunca delató a ningún compañero.

Las condenas se sucedieron unas a otras, llegando incluso a estar condenado a pena de muerte. Así pasó 18 años de su vida, yendo de una prisión a otra, sufriendo torturas, haciendo huelgas de hambre, y sin que su familia supiera dónde estaba. Durante ese tiempo su padre y su mujer habían muerto. Mientras que su hija, que sólo tenía 2 meses la última vez que la vio, había crecido sin conocer a su padre.

Cuando finalmente le concedieron la libertad, no se lo creía. “Cuando los carceleros me despertaron a las 4 de la mañana para decirme que era libre y me podía ir, les dije que me dejaran dormir tranquilo”. Sin embargo, era cierto, y poco después pudo reencontrarse con su familia, que ya le había dado por muerto, “Incluso habían celebrado mi funeral”. El esperado reencuentro con su hija, sin embargo, no fue fácil. “Lo entiendo, para ella no era más que un desconocido”, comenta con tristeza.

Tampoco le resultó fácil seguir con su vida. Tras obtener la libertad, el gobierno intentó que firmara una declaración arrepintiéndose de sus actos. Cuando se negó en redondo, comenzó a ser seguido continuamente por un grupo de civiles, claramente respaldado por el gobierno, que le acosaba y gritaba a los transeúntes que era un terrorista peligroso. Incluso en su antiguo barrio, después de tantos años, la gente ya no lo conocía y recelaba de él. En un momento dado llegó a ser agredido y salvó la vida gracias a que una anciana reconoció al niño que vivió allí años atrás y contó a la gente quién era.

La situación era inaguantable. Tres meses después de obtener la libertad decidió huir a Tailandia de manera ilegal. “Intenté que me admitieran como refugiado, pero me pedían unos documentos que no podía conseguir”. Durante unos meses lo acogió la familia de un amigo en uno de los campos de refugiados. Las autoridades del campo no le daban su propia ración de comida debido a su estatus ilegal. Finalmente tuvo que abandonar este refugio ya que suponía una carga demasiado grande para su amigo. Ya en Mae Sot tuvo la suerte de encontrar a  Markus Baude, quien le ayudó a establecerse y con quien fundó ExPACCT,  una organización para apoyar a otras personas en su situación.

A todas estas dificultades, ahora se une el problema de aprender a vivir en sociedad de nuevo:  “Siento que la gente no puede comprenderme. Desde que salí de la cárcel, constantemente tengo la sensación de que la gente habla de mí a mis espaldas, que se ríen de mí, que me critican...”

Mientras lo escuchamos, nos cuesta creer que este hombre tranquilo y amable haya pasado por todo esto. Sin embargo, no vemos odio en su mirada, sólo tristeza. “Había decidido no contar más mi historia, pero me cuesta mucho negarme...” Entendemos que es muy duro rememorar todo aquello, pero al mismo tiempo quiere que se sepa, que no se olvide la historia de su país.

Ahora Thiha está más animado y va reconstruyendo su vida rota. Hace poco se casó con Julia, una  mujer australiana que conoció en Mae Sot, y en breve se  trasladará a Australia, donde por fin podrá residir de forma legal y sin miedo a ser deportado en cualquier momento. El haber concedido entrevistas, haber publicado un libro sobre sus memorias (“No Easy Road”, Paul Pickrem, Ed. Expacct) y haber aparecido en algunos medios de comunicación le ha dado una cierta notoriedad pública que ha podido influir en los gobiernos para facilitarle su salida del país. Desde Australia, Thiha seguirá luchando por que se conozca su historia y la de tantos birmanos que sufren dentro y fuera de las fronteras de su país.

Cooperación internacional

Los problemas para acceder a la sanidad y a la educación agravan la situación de los cientos de miles de refugiados e inmigrantes ilegales que residen en Tailandia.

Con el fin de apoyar a estas personas, tanto dentro como fuera de los campos, sin hacer distinción entre los que tienen el papel que les acredita como refugiados y los que no tienen esa cuestionable suerte, han proliferado en Mae Sot multitud de ONGD y oficinas de diversos organismos internacionales. En esta pequeña ciudad a unos 6 kilómetros de la frontera, existe una amplia comunidad extranjera. Inglés, alemán, español, francés son solo algunos de los idiomas que se pueden escuchar en sus calles.

Muchos de estos extranjeros son voluntarios que vinieron a colaborar unos meses y se quedaron. “¡Cuidado con Mae Sot! ¡Tiene algo que te engancha y ya no puedes salir de aquí!” nos comenta entre risas Mary, socia fundadora de Colabora Birmania. Y parece cierto: son varias las personas que nos cuentan que su estancia temporal de 3 o 6 meses se ha convertido en algo casi permanente.

Todo esto le da a Mae Sot un ambiente especial, la camaradería y solidaridad se respiran en el ambiente. No es raro ver bares y restaurantes cuya recaudación se destina a ayudar a los refugiados e inmigrantes birmanos, o locales donde se venden productos de comercio justo elaborados por mujeres de los campos. Mae Sot es un lugar muy diferente a otros lugares de Tailandia en los que el turismo, muchas veces centrado en fiestas y playas, te hace vivir al margen de la realidad.

Una de las organizaciones con sede en Mae Sot que está intentando mejorar las condiciones de vida de los birmanos en el exilio es Colabora Birmania, una ONG española creada en 2009 que apoya a varias escuelas de inmigrantes en los alrededores de Mae Sot, además de colaborar con otros proyectos de alimentación y salud, tanto dentro como fuera de los campos. 

En tan solo dos años y medio ha conseguido construir una guardería, un centro de formación profesional y una escuela a la que asisten en régimen de internado 400 niños y niñas birmanos. En colaboración con una organización local, cubren los gastos de escolarización y proporcionan a los niños una comida diaria. Además apoyan algunos proyectos desarrollados por otras organizaciones, como la Clínica Móvil de la SAW (Social Action Woman). Para contribuir a mejorar la situación económica de los refugiados, han creado dos granjas y piscifactorías y conceden algunos microcréditos.

Muchos de los alumnos que asisten a sus escuelas tenían que trabajar para ganar su propio sustento. Con la ayuda de Colabora Birmania, estos niños pueden tener una infancia y cambiar su futuro. Sin embargo, aún se encontrarán con otro problema: el gobierno tailandés no reconoce los títulos obtenidos en estas escuelas, alegando que el nivel educativo no es el mismo. En estos momentos, las organizaciones que trabajan en materia de educación están intentando conseguir que los alumnos de sus escuelas puedan realizar un examen que convalide su título, equiparándolo al de las escuelas tailandesas. De haber permanecido en su país, estos niños no habrían tenido muchas más oportunidades: a pesar de que la educación es obligatoria, sólo el 50% de los niños finaliza la escolarización básica.

Un hospital ilegal de prestigio internacional

Los inmigrantes ilegales birmanos no pueden acogerse, debido a su situación, al sistema de salud tailandés y tampoco pueden permitirse pagar las facturas de las clínicas privadas. Por ello, en el aspecto sanitario, tiene un papel fundamental la Mae Tao Clínic, donde acuden para ser atendidos cada año cerca de 150.000 birmanos, la mayoría miembros de la etnia karen. Albert Company, un español que colabora con el hospital como arquitecto, nos enseña este centro, ubicado a las afueras de Mae Sot, y nos cuenta cómo ha ido creciendo y la importante labor que realizan.

Algunos de los pacientes que se atienden en este hospital son residentes ilegales, pero otros muchos vienen expresamente desde Birmania, a veces cruzando todo el país a pie, atravesando junglas y pasando la frontera como pueden. En su país no tienen donde recibir una atención sanitaria adecuada. Hay que recordar que la Organización Mundial de la Salud calificó al sistema sanitario birmano como el segundo peor del mundo y que UNICEF estima la inversión del régimen militar en salud en 0,4 dolares por persona, dato que contrasta con los 61 dolares que invierte la vecina Tailandia. En la zona oriental del país, habitada por los karen, 1 de cada 5 niños muere antes de cumplir los 5 años de edad y una de cada 12 mujeres muere durante el parto. Por ello no extraña escuchar a Albert cuando nos explica “lo peor era cuando estábamos renovando el pabellón de maternidad... a veces llegaban mujeres que habían dado a luz por el camino. Llegaban sangrando para que las cosieran”.

Los inmigrantes ilegales que acuden a la clínica también corren un gran peligro viniendo ya que pueden ser detenidos en alguno de los muchos controles que hay en las carreteras. Si esto ocurre pueden ser deportados. Muchos llegan con toda la familia, que a menudo duerme en el suelo, bajo la cama del paciente. 

Lo más curioso es que este hospital, al igual que las escuelas, también es ilegal, aunque eso no parece importarles a los miles de personas que viven gracias a los médicos que trabajan aquí. El hospital tan solo es tolerado por las autoridades debido el prestigio internacional de la doctora Cynthia Maung, fundadora y alma del centro. Gracias a la labor de esta doctora la clínica obtiene financiación de multitud de ONGD y organismos internacionales. Esta financiación les permite tener planes de futuro, como el centro de formación en cuya construcción está trabajando Albert en estos momentos. Por otro lado no les faltan los problemas ya que parece que la familia propietaria del terreno donde se asienta el hospital no quiere que este continúe allí. Parece que prefiere otros inquilinos que reporten más beneficios. Aún con esta provisionalidad la clínica sigue prestando sus servicios gratuitos a todo aquel que lo necesita.

Pequeños cambios y aperturas

En los últimos meses parece que el gobierno birmano está empezando a abrirse un poco, que la situación está cambiando. Las noticias que nos llegan a Europa hablan de que se han celebrado elecciones democráticas, y efectivamente así ha sido.

En las últimas elecciones, el NLD, principal partido de la oposición, resultó vencedor por abrumadora mayoría. La premio nobel de la paz y líder del partido vencedor, Aung Saan Suu Kyi, que ha pasado 15 de los últimos 21 años bajo arresto domiciliario, ha obtenido un escaño por primera vez en la historia. Lo que habría que recordar es que ya venció en las elecciones de 2009 y la junta militar, lejos de reconocer su victoria y cederle el poder, la arrestó junto con otros dirigentes del partido.

Lo que quizás no es tan conocido fuera de las fronteras birmanas es que, tras la aprobación de la constitución, promulgada por el gobierno militar en 2008, en un referéndum calificado como fraudulento por varios observadores internacionales, el ejército tiene reservado para su designación directa un 25% de representación en el Parlamento. Otro 25% de los escaños está reservado a ex-militares, con derecho a veto. El poder sigue estando, por tanto, en manos de los militares.

Sí, es una apertura, pero nos parece más simbólica que otra cosa. Servirá al gobierno para mostrarle al resto del mundo que están cambiando. Europa y Estados Unidos estarán contentos de poder hacer negocios con ellos al tener una justificación mediática. Lo que no tenemos tan claro es que esto vaya a suponer una mejora de las condiciones de vida de los birmanos, o que no vaya a seguir la persecución de los karen y a otras minorías étnicas. “Hace unos meses se firmó un alto el fuego y al día siguiente se estaban pegando tiros otra vez”, nos cuenta Javier, de la ONGD Colabora Birmania.

¿Volver a casa?

Con esta misma excusa, Tailandia dice que los refugiados ya pueden volver a su país y que cerrará los campos en 3 años, lo cual parece, en el mejor de los casos, un anuncio un tanto prematuro. Aún suponiendo que acabe la guerra, recordemos que estas personas han visto cómo mataban a sus familiares, destruían sus aldeas y minaban sus tierras. ¿Cómo podrían regresar? No tienen nada ni a nadie, y sí mucho miedo. Miedo a los recuerdos y miedo a la muerte. En el documental titulado “The road of resistance” se puede escuchar a un militar, miembro del gobierno birmano, que dice textualmente “Dentro de unos años, si alguien quiere ver a un karen tendrá que ir a un museo, porque habremos acabado con todos”.

La situación política en birmania todavía es muy inestable. Aún tienen que cambiar muchas cosas, se tienen que llevar a cabo muchas reformas, juzgar a muchos criminales, cerrar muchas heridas, limpiar tierras de minas y de malos recuerdos, olvidar y perdonar muchas cosas . Queda mucho por hacer antes de enviar a esta gente que tanto ha sufrido de vuelta “a casa”.