Las familias en los países ¿desarrollados?

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Valencia, 8-7-2012

En los días que pasamos en casa, tengo que renovarme el carnet de conducir, previa realización del reconocimiento médico. Con este fin, voy con mi madre a una clínica de la Pobla de Vallbona.

Como vamos con el tiempo justo, entro mientras ella va a aparcar. La enfermera me indica que me siente y, cuando me doy la vuelta hacia la sala de espera, veo a una mujer con sus hijos, uno sentado a cada lado. No quiero ser descarada, pero veo de reojo que el niño, de unos 6 años, está jugando con un videojuego. La niña, que tendrá unos diez, juega con otro. Los dos están serios, concentrados en sí mismos y en la maquinita que tienen entre manos. ¡Es tan diferente de los que hemos visto en los últimos meses! Padres jugando con sus hijos, abuelas pendientes de sus nietos, niños jugando juntos en la calle... “¡Qué pena!”, pienso.

Justo en ese momento entra a mi madre y se sienta a mi lado.

- Has visto la escena, ¿verdad? - me dice al oído.
- Sí, claro, justo estaba pensando en ello.

Levanto la cabeza y vuelvo a mirar a la familia, ahora más directamente. Y abro los ojos como platos cuando veo algo que antes me había pasado desapercibido: ¡la madre también tiene un videojuego en las manos! Lo que me faltaba... Ahora puedo mirarlos descaradamente: ninguno de los tres se entera de lo que pasa a su alrededor. Esto da aún más pena.

Unos pocos minutos después entra un hombre con un niño de aproximadamente 5 años. El hombre, sonriente. El niño, tranquilo. Tras pasar por el mostrador se sientan justo enfrente de nosotras. Los dos son de pelo rubio, piel muy clara y ojos también claros; no parecen españoles, tal vez de algún país del norte de Europa. Sin dejar de sonreír, el padre abre una bolsa saca un bolígrafo y un cuaderno. Dibuja dos líneas paralelas, y luego otras dos que se cruzan formando una cuadrícula: van a jugar al tres en raya. Entre susurros y risas contenidas, padre e hijo se entretienen juntos y sonríen felices. No puedo evitar mirarlos y sonreír yo también.

Mientras a mí me hacen las pruebas, parece ser que al niño le han puesto una inyección porque, cuando ya nos vamos a ir, el padre (efectivamente, con un acento extranjero) se acerca al mostrador y, señalando a su hijo, le dice a la enfermera que si, por favor, le pueden echar un vistazo al niño, que parece que la vacuna le ha hecho reacción. Miro al pequeño al tiempo que lo hace la enfermera y veo que, efectivamente, tiene el bracito rojo e hinchado. Pero el niño no se ha puesto a llorar ni a quejarse en ningún momento: debe habérselo dicho en voz baja a su padre. Sólo tiene la cara un poco triste. Les dicen que esperen un momento, que enseguida lo pasarán a la consulta y el padre le susurra al hijo algo en una lengua que no identifico, seguramente tranquilizándolo y explicándole lo que le ha dicho la enfermera. Vuelven los dos a su sitio, a seguir jugando al tres en raya.

Es curioso que estas dos situaciones tan contrapuestas se hayan dado en un espacio y un tiempo tan pequeños.

Y aquí empieza un maremágnum de pensamientos en mi cabeza. ¿Qué estamos haciendo con la educación en nuestro país? ¿Y con nuestras familias? ¿Qué estamos haciendo con nuestras vidas? Maldito individualismo y malditas las máquinas que nos aíslan a unos de otros. Parejas compartiendo una cena que no comparten porque cada uno está más pendiente de su móvil que de la persona que tiene enfrente. Amigos que van juntos en el metro pero viajan solos, cada uno conectado a los auriculares de su mp3. Familias enteras que se sientan a cenar con la televisión, y digo bien: no cenan con su familia, sino con la televisión.

Si esto es lo que conlleva el desarrollo, benditos sean los países “subdesarrollados”. Y los que están “en vías de desarrollo” mejor que se queden como están. Que sigan viviendo en familia, esas familias en que todos sus miembros, como en una manada, cuidan de sus cachorros. Que sigan teniendo las puertas de las casas abiertas, como ocurría antes en nuestros pueblos, confiando en la bondad de la especie humana. Que las mujeres sigan saliendo a que el sol les seque el pelo en los balcones. Que los niños sigan jugando en las calles, que disfruten con sus amigos y con sus padres. Que los padres sean padres y disfruten del tiempo que pasan con sus hijos. Que los hijos sigan sin ser una molestia para los padres, (como parece ocurrir aquí a veces cuando no saben qué hacer con ellos al salir de la escuela o cuando están de vacaciones). Que los padres no tengan que trabajar todo el día para cubrir las necesidades innecesarias que les reclaman sus hijos. Que sigan disfrutando de la vida en familia y en comunidad. Que sigan siendo felices y sonriendo a pesar de vivir con lo mínimo, como hemos visto nosotros, como hemos hecho nosotros.