Una nueva aventura: viajar haciendo autostop

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Ushuaia-Punta Arenas-Puerto Natales, 25 y 26-3-2013

Hasta ahora no nos habíamos animado a viajar haciendo autostop. Supongo que había varios motivos. Uno de ellos es que los transportes, en la mayoría de los países que hemos visitado, no eran demasiado caros. Otro motivo es el miedo que da esa palabra en España, y supongo que en en muchos otros países. Autostop parece ser sinónimo de robo, secuestro, violación, etc.

Antes de empezar a viajar con Javi, jamás había viajado así, y menos aún me planteaba el llevar a alguien que estuviera haciendo dedo en la carretera. No sabes quién es esa persona que generalmente mochila al hombro levanta el pulgar al borde del camino... pero esa persona tampoco sabe quién soy yo. Es una cuestión de desconfianza mútua. O de confianza mutua, según se mire.

El caso es que Argentina, concretamente la Patagonia, tiene fama de ser uno de los mejores sitios para hacer autostop, y esto coincide con el hecho de que los autobuses son carísimos en Chile y Argentina.

Así que dejamos nuestros miedos en la puerta de la casa de la que salimos, cogemos un cartón, escribimos en él nuestro destino y nos plantamos en la Ruta 3, una de las arterias de la Patagonia. Queremos llegar hasta Puerto Natales, pero como esta ciudad chilena  está muy lejos de aquí,  hemos escrito un punto intermedio en el cartel: San Sebastián, nombre que recibe el paso fronterizo que debemos atravesar.

Siguiendo las recomendaciones de “El acróbata del camino”, un experimentado viajero y autostopista argentino con el que nos escribimos desde antes de iniciar nuestro viaje, nos situamos a las afueras del pueblo, detrás de un control policial y con espacio suficiente para que los vehículos puedan detenerse. Aquí los conductores no tienen más remedio que reducir la velocidad y da tiempo a que vean tu cartel, tu dedo levantado, tu sonrisa y tu carita de “¡llévame, por favor!”.

La primera media hora no hay suerte. Muchos conductores nos hacen señas indicando que van muy cerca, o a otro lugar. Nos entretenemos haciendo fotos y también haciendo un poco el tonto y riéndonos de nosotros mismos.  Aunque para otros es lo más normal para nosotros es una novedad y una aventura.

Cuando llevamos unos 40 minutos, para un coche pequeño. En él viaja un matrimonio de unos cincuenta y tantos años.

- ¡Hola chicos! - nos saluda ella, sonriente – Nosotros vamos hasta Tolhuin, que está de camino a San Sebastián. Si quieren, les llevamos hasta allí. Son unos 100 km.

- ¡Claro que sí! ¡Muchas gracias! - respondemos muy contentos.

En el pequeño coche, que ya va cargado con algunas cajas, nos metemos nosotros y nuestras cuatro mochilas (dos grandes y dos pequeñitas). Nuestro abultado equipaje no es un problema para ellos.

José Rodrigo y Marta trabajan como profesores de oficios y además son bomberos voluntarios. Nos explican que aunque hay un cuerpo de bomberos que cobra por su trabajo, son muchísimos más los voluntarios que trabajan para proteger los bosques patagónicos del fuego. Aunque la verdadera pasión de Marta son los animales.

- Ella ve un animal abandonado y lo recoge, lo cuida, le da de comer... - nos cuenta Jose - ¡Y los caballos le gustan más que nada! ¿Saben? Como aquí hay caballos salvajes, hay gente que los coge en las montañas, los atan a un árbol y los dejan allí varios días sin comida ni agua. Así, cuando vuelven a por ellos, están más débiles y más mansos, y los pueden controlar mejor. ¿Y saben lo que hace ella? - añade señalando a Marta – Les lleva agua y comida, los cambia de sitio para que estén mejor... ¡y a veces hasta los suelta!

Son un matrimonio realmente encantador. Por el camino, hacen de improvisados guías turísticos y nos hablan de los lugares por los que pasamos. ¡Incluso hacen una parada en un mirador para que podamos tomar fotografías del Lago Escondido!

José y Marta nos dejan en una gasolinera, poco antes de la entrada a Tolhuin. Allí aprovechamos para ir al baño y comprar algo de comida; aún nos quedan varias horas de viaje y no sabemos cuánto tardaremos en encontrar otro transporte, ni cuándo ni dónde volveremos a parar.
No tenemos que esperar ni 15 minutos. Martín, un joven ingeniero agropecuario, se ofrece a llevarnos hasta Río Grande; 100 km más. Martín también es muy comunicativo y nos habla acerca de su trabajo, que nos parece muy bonito e interesante. Participa en un programa del gobierno para enseñar a familias humildes a crear su propio huerto. El objetivo es que sean capaces de autoabastecerse, o de tener al menos cubiertas unas necesidades básicas. Un ejemplo perfecto de soberanía alimentaria.

- Aquí casi todo el mundo tiene al menos un pedazo de tierra. El problema es que muchos la utilizan para plantar monocultivos, y otros no saben cómo trabajarla -nos explica Martín.

Por el camino, vemos algunos guanacos, un mamífero de la familia de las llamas. Pastan en libertad por los campos y muchas veces se encuentran en las orillas de las carreteras. Al verlos, Martín disminuye la velocidad.

- Uno nunca sabe cómo van a reaccionar estos animales. Pueden de repente meterse en la carretera y provocar un accidente, así que les tengo mucho respeto.

En un par de ocasiones, detiene el coche para que podamos hacerles fotos.

Una vez más, nuestro chófer nos deja en una gasolinera. Son las dos de la tarde, tenemos hambre y aún nos quedan muchos kilómetros por delante, así que nos comemos una hamburguesa antes de seguir nuestro camino.

Ya con el estómago lleno, le preguntamos a un trabajador de la gasolinera cuál es el mejor lugar para hacer dedo en dirección a “la balsa”.
Es mejor que salgan por aquella carretera y caminen 2 ó 3 km, porque aquí están en zona urbana y es más difícil que les “levanten”.

Le hacemos caso y caminamos hasta un semáforo, donde decidimos probar suerte, pero enseguida un conductor nos indica que es mejor seguir caminando un poco más. ¡Con lo que pesa la mochila! Entonces escuchamos que alguien silva a nuestras espaldas. Nos giramos y en la calle paralela a la carretera principal, hay un hombre con una camioneta que nos hace señas para que nos acerquemos.

- Voy para Río Gallegos, ¿les llevo? - nos pregunta.

Nosotros vamos hacia Puerto Natales, pero gran parte del recorrido es común, así que aceptamos encantados. Nuestro tercer conductor, Denis, es administrador de “estancias”, las enormes fincas de ganado de la Patagonia, y también es muy agradable charlar con él.A través de las ventanillas de los diferentes coches en los que hemos viajado hemos visto cómo ha ido cambiando el paisaje. De las montañas y los lagos de Ushuaia, a las inmensas llanuras en las que se pierde la vista. Es la típica estampa de la Pampa argentina, que por momentos parece mezclarse con las películas del oeste norteamericano, al ver a los coches circular en la lejanía, levantando a su paso el polvo de la carretera. Hay quien dice que este es un paisaje aburrido. A mí me parece relajante y me encanta verme y sentirme aquí, formando parte de este paisaje que hace años que quería conocer.

Llegamos a San Sebastián, la frontera entre Argentina y Chile. La línea divisoria entre estos dos países es bastante curiosa y se da la circunstancia de que es imprescindible pasar por Chile para salir de la región de Ushuaia por tierra. Los trámites son rápidos y sencillos. Pasamos rápidamente la frontera de salida de un país y la entrada al otro, separadas entre sí por varios kilómetros. El siguiente obstáculo es el cruce del estrecho de Magallanes, que separa las islas de Tierra del Fuego del continente. El paso se hace en un barco enorme en el que entran varios coches, autobuses y camiones. En ocasiones, desde este barco se ven unos preciosos delfines, de color blanco y negro, pero en esto hoy la suerte no nos acompaña.

Poco después de cruzar el estrecho, llegamos a un cruce. A la derecha queda Río Gallegos, a donde va Denis, a la izquierda la carretera sigue hacia el oeste y luego se bifurca: un ramal va a Punta Arenas y el otro a Puerto Natales, nuestro destino. Como ya es de noche, Denis nos sugiere que durmamos en una hospedería que hay en el cruce y que continuemos camino al día siguiente. Nos parece la mejor opción, así que nos bajamos del coche, cogemos nuestras cosas y nos despedimos de Denis. Miramos frente a nosotros y, efectivamente, hay una construcción... ¡la única que se ve en kilómetros! Según nos acercamos, vemos que es un edificio muy grande y muy bonito... demasiado bonito para nuestro presupuesto. Aún así, nos acercamos a preguntar. Nos cruzamos en la puerta con un chico en ropa deportiva.

- Hola – dice mientras nos mira extrañado - ¿Qué desean?

- Queríamos preguntar si tienen habitaciones.

- ¡Ay! ¡Pero si esto ya no es una hospedería! Esto es privado.

Mientras aún estamos con la boca abierta, el joven nos dice que a unos metros hay una parada de autobús, pero que a estas horas ya sólo pasan hacia Punta Arenas. Nos disculpamos por la intromisión, agradecemos la información y salimos del recinto.

Miramos a nuestro alrededor. Oscuridad completa, una larga carretera y la parada del autobús. Por cierto, está empezando a llover. Nos damos cuenta de que, como autostopistas novatos, hemos metido la pata; teníamos que haber seguido con Denis hasta Río Gallegos y haber dormido allí. ¡Pero de nada vale la pena lamentarse! Así que nos dirigimos a la parada del bus. Allí hay un chico chileno haciendo dedo.

- El bus no sé si pasará, pero seguro que alguien nos “levanta”. ¡Hay que ser positivo! - nos dice, transmitiéndonos parte de su optimismo.
Como él estaba primero, nos retiramos para no hacerle la competencia ni disminuir las posibilidades de que alguien lo lleve; si piensan que somos tres, es más difícil que pare. Vemos pasar de largo varios vehículos, entre ellos un autobús vacío.

- ¡Si va vacío! Nos podía haber llevado... - protestamos los tres, casi al mismo tiempo.

No hemos acabado la frase cuando de repente, el bus frena y tira marcha atrás.

- Voy para Punta Arenas, si quieren los llevo, pero voy despacio porque el bus está medio averiado...

- ¡No hay problema! ¡Vamos! - nos anima nuestro compañero.

Viendo que es nuestra mejor y única opción, subimos al bus. El conductor tenía razón: vamos muy lentos. Llegamos a Puerto Natales sobre las once de la noche.

- Yo no puedo entrar al centro – nos dice el conductor – pero les voy a dejar al lado de la parada de los colectivos (transporte público). Ahí cogen uno y le piden que les deje en el centro, donde están todos los hostales.

- Muy bien, gracias.

Hasta este momento no habíamos caído en la cuenta de que no estamos en Argentina, sino en Chile...y que no tenemos pesos chilenos. Como estamos al lado de una gasolinera, nos acercamos a preguntar si hay algún lugar cercano donde sacar dinero.

- Aquí no, tienen que ir al centro.

- Ya... es que no tenemos dinero.

- Pues pueden preguntar a este que está repostando, a ver si les lleva – nos dice señalando con la cabeza a un taxi.

En el primer intento no tenemos suerte. Ni en el segundo. Javi se va a la parada de los colectivos; quizás el conductor acceda a llevarnos sin pagar. Yo sigo intentándolo con los pocos vehículos que paran a repostar; todos son taxis. Mientras recibo la cuarta o quinta negativa, siento que alguien me mira. Es la conductora de un taxi que acaba de llegar. A su lado hay una chica con Síndrome de Down. Le explico nuestra situación y la mujer accede a llevarnos. Y no sólo nos lleva hasta el centro, sino que nos da una pequeña vuelta para que nos situemos en el pueblo y nos deja en la puerta de un hostal.

- Yo no lo conozco, pero en la puerta siempre veo mochileros, así como ustedes, así que no tiene que ser caro...

Le damos las gracias mil veces a nuestra última conductora del día. Nunca nos habíamos visto en una situación como esta y hemos comprobado en primera persona lo que nos han contado otros viajeros: cuando tienes problemas, la gente siempre te ayuda.

A la mañana siguiente sacamos dinero para pagar el hostal, comprar algo de comida y cubrir nuestros gastos de los próximos días. Es hora de continuar nuestro camino. Tenemos que desandar unos 50 km hasta el cruce y luego seguir hasta Puerto Natales.

Esta mañana hacer autostop nos parece menos divertido. Llueve, hace aire y bastante frío. Los coches nos salpican al pasar, tenemos las piernas empapadas, el cartel también se ha mojado y el dedo gordo se nos ha quedado helado. Pero, tras una espera de casi una hora, estamos otra vez en ruta.

Hoy nuestros conductores son un militar cuya novia estudia para se profesora de educación especial, y más tarde José Luis, conductor de un vehículo turístico; acaba de dejar a unos pasajeros en el aeropuerto y volvía de vacío hacia la ciudad cuando nos ha visto a nosotros. ¡En un par de horas estamos en Puerto Natales!

En total han sido 3 coches, una camioneta, un autobús, un taxi y una minivan turística en los que hemos recorrido 850 km y nos hemos ahorrado unos 90 € en transporte.

Aunque tenemos que decir que, más allá del tema económico, viajar haciendo dedo ha sido una experiencia estupenda por la gente que hemos conocido, por la sensación de compartir, de sentirte ayudado por los demás, por la confianza mutua que se deriva de estos encuentros.

¡Repetiremos!