Fuego y lluvia
Camino a Santiago, 29-5-2013
La tarde de nuestro único día en Pucón la pasamos en “casa”. Compramos algo de comer y nos refugiamos de la lluvia en el hostal que, estamos seguros, es una casa normal mínimamente remodelada para acoger huéspedes.
En el salón hay una chimenea de leña, que el dueño se apresura a encender. Estamos solos en la casa. Fuera hace mucho frío y viento. Pasamos la tarde leyendo y viendo llover. Después de cenar, nos sentamos frente a la chimenea. Javi en un sillón, yo en la alfombra a sus pies, mi cabeza apoyada en su regazo. Una copa de vino tinto en la mano y Javi acariciándome el pelo, los dos mirando fijamente las caprichosas formas que adopta el fuego. Uno de esos momentos que da igual dónde los vivas, da igual si es en tu casa o en un pueblo al otro lado del mundo; lo importante es la persona que tienes a tu lado. Y disfrutar el momento.
A la mañana siguiente, bien temprano, salimos de Pucón sin siquiera haber podido entrever la silueta del famoso volcán Villarica, que ha permanecido oculto por las nubes todo el tiempo. Hoy, apenas una semana después de salir de El Bolsón, vamos camino a Santiago de Chile. Allí, después de 12 horas de bus, nos encontraremos con Antonio, uno de los mejores amigos de Javi que, como tantos españoles, se fue a otro país tras mejores oportunidades laborales.
Durante la primera parte del trayecto, y siguiendo la tónica de los últimos días, llueve. Me quedo mirando las gotas de agua resbalando por la ventana del autobús.
De repente, viene a mi mente un recuerdo infantil. Estoy en casa de mis abuelos maternos, mi yaya Amparo y mi yayo Emilio. (Sé que no es correcto escribirlo así, pero así lo escribía de pequeña y en este momento en que vuelvo al pasado, tengo la necesidad de escribirlo como siempre lo hice). De pequeña, como mis padres trabajaban, yo pasaba mucho tiempo con ellos y con mi bisabuela Teresa. Recuerdo con una nitidez sorprendente una escena en su casa.
Yo, sentada junto a la puerta de cristal del balcón. Está lloviendo, y las gotas de agua salpican el cristal. Las que están en la parte superior van resbalando hacia abajo, y a su paso arroyan a otras gotitas, de manera que van creciendo como si fueran bolas de nieve rodando por una ladera. Paso el tiempo jugando a adivinar cuál de las gotas llegará primero al metal de la parte inferior de la puerta. Mientras tanto, mi abuela hace punto sentada en el sillón, a mi lado.
Hacía mucho tiempo que no pensaba en eso. Los días de lluvia suelo pasarlos trabajando, en el ordenador, viendo la televisión... nunca se me ocurre ponerme a observar las gotas de lluvia resbalando por el cristal, no hay tiempo para eso.
Pero hoy me he sorprendido observando las gotas de agua, jugando a adivinar cuál ganaría la carrera. Y no creo que sea sólo que no tenga otra cosa que hacer, creo que es parte de la transformación experimentada en el viaje. En Valencia, a veces, he estado en un atasco mientras llovía, por ejemplo, y nunca me paré a observar. El apreciar esos pequeños detalles, el cambio de actitud es lo que marca la diferencia,
Y pienso que Javi, que también parece pensativo sentado a mi lado en el bus, tiene razón en lo que decía hace unos días, que tendríamos que tener más tiempo para nosotros, para disfrutar... para mirar las gotas de lluvia resbalando por el cristal.
Comentarios
la idiotez, según Julio Cortázar
¡Preciosa foto!
Aunque en vosotros ese transformación se ha producido en el viaje, también es posible pararse a mirar sin moverse de tu entorno... Yo hace tiempo que lo intento, y cuando leí este texto de Cortázar me sentí realmente feliz al saberme idiota... ¡y al compartir su idiotez!
¡Gracias Julio, por tantas cosas, tantas...!
Besos,
Elena
HAY QUE SER REALMENTE IDIOTA PARA…
Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.
En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro…
… Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es algo que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene el sentido de los valores y de la historicidad de las cosas…
Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante…
Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce…
“La vuelta al día en ochenta mundos”, de Julio Cortázar
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