Navegando por el Caribe en un remolcador

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Little Corn Island, 4 y 5-10-2012

Estamos navegando en un pequeño remolcador camino a Bluefields, en el Caribe nicaragüense. En los últimos días hemos recorrido el río San Juan en su totalidad y este es el único medio de transporte que encontramos a un precio razonable para salir de San Juan del Norte, el pueblo que se encuentra en su desembocadura. Dejamos atrás la barrera del río San Juan, una franja de arena que lo separa del mar y que durante siglos ha complicado la vida a los marineros que querían entrar o salir del río.

La temida barrera debe pasarse con la marea alta y es muy complicada de atravesar con mal tiempo. Me cuenta Joe, uno de los marineros, que ellos hacen esta ruta continuamente y que en varias ocasiones han tenido problemas graves. Una vez las olas arrancaron de cuajo el cristal de la cabina provocando un gran corte en el brazo de Damián, el capitán. En otro viaje las olas volcaron el barco cuando intentaba pasar la barrera para entrar al resguardo del río en pleno temporal. Si hoy en día, disponiendo de potentes motores, es complicado atravesar este punto, es fácil imaginar que en épocas pasadas sería una hazaña aún mayor pasar a golpe de viento y remo.

A medida que nos alejamos de la costa el mar se va volviendo más violento. La lluvia, que nos había dado un momento de tregua, vuelve con fuerza. Mayte y la joven pareja finlandesa a la que trajimos con nosotros desde San Juan del Norte están tumbados en unas hamacas situadas en la cubierta. Ahí es donde duermen habitualmente los marineros y han tenido la amabilidad de cedérnoslas durante el viaje. Yo prefiero ir de pie, contemplando el paisaje y viendo las olas romper sobre la plana (plataforma de carga) que arrastramos al final de un grueso cabo. En esa plataforma suelen llevar maquinaria pesada, camiones, cemento y todo tipo de material pesado. Si ya impresiona ver la plataforma, ahora vacía, subir y bajar mientras algunas olas barren su superficie, no quiero pensar lo que será llevarla con carga y con un temporal más fuerte.

Estoy disfrutando mucho con el viaje. Siempre me ha gustado mucho el mar y la navegación. Aunque prefiero la vela al motor, este viaje en remolcador tiene algo de aventura que lo hace aún más interesante. Además estamos muy contentos porque nos ha permitido seguir hacia Bluefields y las Islas del Maíz (Corn Islands) sin necesidad de volver por el río San Juan, desandando nuestros pasos. Esto cierra un recorrido muy poco frecuentado pero con un encanto muy especial.

Lo cierto es que no es un trayecto muy cómodo. El mar está demasiado movido, las mochilas las hemos bajado a la sala de máquinas, a la que se accede por una escalerilla vertical. Para orinar, los hombres lo tenemos relativamente fácil: hay que agarrarse a algún punto con fuerza y mirar por la borda ¡teniendo siempre en cuenta la dirección de viento, por supuesto! Las mujeres, sin embargo, lo tienen un poco más complicado: deben bajar a la sala de máquinas y utilizar una ranura en el suelo mientras intentan no tocar ninguna tubería para no quemarse las manos y soportan el estruendo de los motores y la bomba. Esta descripción, que podría parecer un tanto innecesaria, sirve para hacerse una idea del tipo de dificultades que se encentra uno cuando viaja en un barco no ideado para pasajeros.

Finalmente sale el sol y podemos levantar las láminas de plástico que nos protegían del agua. Me sitúo en la popa del barco y converso con Joe mientras evitamos que el enorme cabo que arrastra la plana se acerque demasiado a nosotros. Es más peligroso de lo que pueda parecer ya que, si el barco cambia su rumbo ligeramente, el cabo se desplaza hacia un lado y barre toda la parte trasera de la cubierta. No está enganchada de la popa si no de unos enormes anclajes que hay a mitad del barco. La fuerza que tiene esta cuerda es enorme y no quisiera que mis piernas se quedaran entre ella y la borda.

Joe me habla de San Juan de Norte, el pueblo que acabamos de dejar. Me confirma las historias que  nos habían contado acerca de la droga en esta zona fronteriza. Según nos cuenta antes había mucha gente que vivía de ella. La corriente ayuda a los fardos de droga (perdidos o tirados a propósito para escapar de la policía) a llegar a la costa y para los habitantes locales era una lotería encontrar uno de ellos. A veces los encuentros eran fortuitos, otras veces eran los armadores los que concertaban las entregas con los traficantes. Después aquellos avisaban al capitán del pesquero acerca del lugar y la hora de la entrega. El capitán y el armador recibían 10.000$ por la transacción, toda una fortuna por aquí, mientras que los marineros recibían 1.000$.  Aún así el riesgo es enorme Quizás al capitán le compense, pero los marineros se juegan la vida o la libertad por muy poco.

Al cabo de un rato me dirijo a la proa para ver el barco saltar sobre el oleaje. Allí encuentro sentado a Ángel, el tercer tripulante del barco. La conversación con él me confirma todo lo que me acaba de contar Joe y añade algún dato interesante. Parece ser que esta dudosa forma de vida era bastante común por aquí hasta que Eden Pastora fue destinado aquí. Pastora es un polémico líder de la revolución sandinista que se pasó al otro bando y luego regresó al redil pasando en la actualidad a controlar esta parte del país. La mayor presencia militar ha hecho bastante más complicada lo que antes era una forma de “vida fácil”. Parece que ya no lo es tanto y a la gente no le gusta nada ni el nuevo encargado de la seguridad en la zona ni la política que lleva a cabo.

- Hace una semana apresaron al “Milagro 2” con 23 fardos de cocaína... por allí –me cuenta Ángel señalando un punto hacia el Norte.

- ¿23 fardos? ¡Eso es muchísimo! –contesto sorprendido.

- Sí, bueno, no tanto... una semana antes cogieron a otro barco con más fardos todavía –añade Ángel.

Dejamos el tema de las drogas y hablamos de la familia. Como ocurre muy a menudo, me pregunta si no tenemos hijos.

- Cuando acabemos este viaje. Ahora es difícil –digo yo sonriendo.

- ¡Ah! Mis hijos ya son mayores –contesta él mientras me enseña sus fotos y sonríe haciendo brillar su diente de oro bajo los rayos del sol.

Ángel no es mucho mayor que yo y sus hijos ya están casi criados. Es una situación bastante habitual y un indicador de lo diferentes que son nuestras sociedades, nuestras culturas y nuestra forma de ver la vida. Lo cierto es que no sé cual es mejor, simplemente son diferentes.
Hace un rato le he preguntado a Ángel por los delfines ya que sé que Mayte se llevaría una alegría enorme si los viera. De pronto Ángel grita:
¡Ahí están los delfines!

Yo salgo corriendo para avisar a Mayte. Cuando se lo digo, ella literalmente se tira de la hamaca y volvemos todos a la proa para verlos jugar junto al barco. Es una escena preciosa. Se acercan, se alejan, suben y bajan mientras Ángel ríe y nosotros no paramos de gritar y de señalarlos. Al poco rato los delfines se van. Ángel nos dice que se aburren porque vamos muy despacio, a ellos les gusta correr. Es cierto, parece que vamos despacio. Por lo visto hay una poco habitual corriente del Norte que hace fuerza sobre la plana y nos retrasará varias horas.

Mayte se está mareando. Es la primera vez que hace un viaje largo en barco y no sabíamos cómo lo iba a llevar. Yo no me mareo nunca y disfruto el mar, pero parece que para ella la experiencia no va ser tan agradable. Yo la abrigo un poco para que descanse más a gusto en la hamaca y entonces me llama Damián para que entre en la cabina.

Tan solo quiere charlar un poco conmigo. Son todos muy agradables y les encanta conversar. Me imagino que para ellos es una oportunidad de escapar de la rutina. Navegan prácticamente todos los días, siempre con los mismos compañeros y siempre haciendo 3 o 4 rutas fijas en la zona. Se llevan muy bien entre ellos y eso ayuda, pero aún así debe ser duro unas veces y aburrido otras.

Estamos los 3 marinos y yo en la cabina y no paran de preguntarme cosas sobre España: la moneda es el euro ¿verdad?, hay mucha crisis ¿no?... Yo les hablo de la crisis, de lo bien que se han portado los políticos y los bancos (obviamente, estoy siendo irónico), de los recortes y muchas otras bondades de nuestro país. Cuando les digo el precio de una casa en España se llevan las manos a la cabeza.

- Aquí somos pobres y no cobramos mucho, pero al menos podemos tener una casa por un precio razonable.

Todo lo que les cuento les sorprende. Ellos pertenecen al sindicato y aseguran que es un sindicato duro. Su empresa es estatal y ellos lo tienen muy claro:

- Nosotros no permitiríamos esas cosas. Nosotros velamos por los trabajadores y también por la empresa. Yo por ejemplo no voy a permitir que despidan a nadie, pero tampoco voy a permitir que se estropée la radio por no cuidarla. La empresa es de todos y hay que cuidarla: nos da de comer –dice Damián mientras mueve el timón ligeramente para compensar el movimiento de las olas.

Son sandinistas convencidos y cuando me cuentan algunas cosas sobre los últimos gobiernos de Nicaragua parece que estén hablando de otro país. Los mismos hechos contados por nuestra amiga María hace unas semanas eran completamente a la inversa. Este es un país muy polarizado entre los dos bandos políticos y a veces parece mentira como se puede llegar a distorsionar la realidad para adaptarla a una visión preconcebida de la misma. Es difícil saber quien tiene razón... probablemente nadie la tenga siempre ni en todo.

Seguimos navegando y pasamos a la altura de Monkey Point, un cabo que se ve en la costa lejana, en el horizonte. Me cuentan que el gobierno de Nicaragua tiene un proyecto para hacer allí un canal seco. La idea es construir un enorme puerto y una vía férrea hasta el otro lado del país. Los barcos descargarían aquí, una zona profunda a la que pueden acercarse los grandes cargueros, y la mercancía se llevaría en tren hasta el otro lado, donde sería cargada en otro barco. Otro gran proyecto, como el del canal del río San Juan, o unos pozos petrolíferos que, me dice Damián, se van a instalar cerca de aquí también. Me dice también que todo se hará respetando el medio ambiente. No se si se llevará a cabo alguno de estos macroproyectos ni cómo se hará, pero da miedo pensar en las consecuencias.

Pasamos junto a algunas islas diminutas. Pequeños paraísos habitados por unos pocos afortunados. Una de ellas pertenece a un “gringo”, me cuentan. Un millonario que los contrató para llevar unos enormes bloques de hormigón con el remolcador. Los bloques eran para construir un rompeolas y evitar así que el mar erosionara más la isla y la hiciera desaparecer.

Comienza a oscurecer y tenemos ocasión de asistir a una puesta de sol espectacular. Los colores van tornándose cada vez más intensos. Los rojos, azules e incluso verdes van cambiando de tonalidad rápidamente hasta que la noche cae sobre el mar y sobre nosotros. En la lejana costa no se ve ni una luz. Es un triste contraste con la costa de nuestro querido mar Mediterráneo donde es difícil encontrar un palmo de playa sin urbanizar. Aquí lo que se intuye es una jungla impenetrable y, tan solo de mucho en mucho, se ve una luz aislada. El Caribe nicaragüense es una zona prácticamente virgen y que casi parece ser otro país. De hecho es una zona de habla inglesa donde los habitantes son prácticamente todos negros, procedentes de los esclavos africanos que habitaban el área en la época en la que todo esto fue colonia inglesa.

Hay un montón de cuerda, igual que la que arrastra la plana, enrollada en la cubierta. Durante todo el día la hemos usado a modo de tumbona, tal y como estoy haciendo ahora. Ya se ven a lo lejos las luces del Bluff, un puerto cercano a Bluefields que es el verdadero destino del remolcador. El viaje se está haciendo muy largo. En la lancha rápida que anteriormente hacía esta ruta se tardaban 4 horas. Pero eso era antes de que detuvieran a su dueño por sacarse un sobresueldo con el tráfico ilegal de drogas o armas. En este barco tarda se tarda unas 10 normalmente pero hoy, debido a la corriente, tardaremos nada más y nada menos que 16 horas.

La lluvia va y viene, las olas me remojan más de una vez. Esta mañana me mojé por primera cuando la manguera de desagüe de la bomba se salió y el agua de la sala de máquinas me empapó los pantalones. A partir de entonces creo que no he permanecido seco más de una hora seguida. Entre el cansancio, el sueño, las manchas de grasa en toda la ropa y los continuos remojones, empiezo a tener ganas de llegar. Me gusta el mar pero esto no es demasiado cómodo. Al menos yo no me encuentro mal, como Mayte, cuyo mareo no mejora.

Por fin llegamos al Bluff en la oscuridad de la noche. Cuando estamos entrando observamos decenas de pesqueros fantasmagóricos que nos reciben en un completo silencio. Damián reduce la velocidad y enfoca los barcos con un potente foco. Mientras la luz los va barriendo podemos ver que todos están oxidados y en un abandono completo. La potente luz se refleja en las ventanas rotas. Algunos de los barcos están medio hundidos o ladeados. De lejos no es más que un bosque de grúas oxidadas y de cerca la impresión es aún peor. Es una escena impactante que nos pone los pelos de punta. Parecen una versión moderna del barco pirata fantasma de la famosa película que se desarrolla aquí cerca, en el Caribe.

Nos explica Joe que esos barcos son los restos de una importante flota pesquera que montó un “gringo” hace años. Vino con un talonario bajo el brazo, esquilmó los mares durante unos años sin dejar apenas nada en el país y desapareció con el dinero, dejando meses de salarios sin pagar. Muchos familiares de nuestros amigos marineros estuvieron trabajando para esta empresa y aún están esperando que alguien les pague por ello. Es otro caso de avaricia e inmoralidad, de rapiña y desprecio por las personas y los países a los que se considera tan solo algo para explotar. Otra cosa que me recuerda a la película en cuestión... ¿Quién dijo que ya no había piratas en el Caribe?

Por fin llegamos al puerto y bajamos a tierra a las 9 y media de la noche. Es un puerto de mercancías, no hay ningún lugar a la vista para comer ni comprar nada. Nosotros hemos racionado la comida que compramos antes de salir, pero nuestros jóvenes conpañeros finlandeses no lo han hecho. Parece que a ella no le ha sentado bien el viaje y se empeña en salir al buscar algo abierto. Tanto los marineros como nosotros les intentamos convencer de que no vayan. No es seguro. Al final acceden a quedarse y nuestros amigos nos ofrecen parte de la cena que están preparando: un gran pez que sacaron hace unas horas del mar, arroz y plátano frito. También nos permiten dormir unas horas en las hamacas hasta que llegue otro carguero que nos va a llevar a Corn Island.

Hemos tenido suerte y ese carguero llega justo a este muelle a las 3 de la mañana. Damián llama por radio al capitán del otro barco y le dice que iremos con él. Esto está saliendo mucho mejor de lo esperado. ¡Al final no va a ser tan difícil llegar a Corn Island!

Instalamos 6 hamacas en un espacio muy pequeño. Están organizadas a varias alturas cruzadas unas sobre otras. Eso sí que es aprovechar el espacio... Parece que acabamos de cerrar los ojos cuando nos despierta Damián: “Ya está aquí el barco”. Nos levantamos somnolientos y tras dar un abrazo a estos hombres que nos han tratado tan bien en las últimas horas nos despedimos y subimos al siguiente barco.

Este es un carguero que hace la ruta de El Bluff a Corn Island y también transporta pasajeros en hamacas por un pequeño importe. Gracias a Dios tienen alguna hamaca de sobra, ya que lo normal es que cada pasajero lleve la suya. Conseguimos tumbarnos a una altura considerable. Debajo de nosotros hay bolsas, cajas, montones de bombonas de gas y todo tipo de carga. El mar está cada vez más agitado y no hay mucho sitio para colgar las hamacas. Mayte y yo estamos muy cerca, además ella tiene a una persona al otro lado. El balanceo del barco hace que las hamacas oscilen de lado a lado golpeándonos unos a otros. Yo estoy empezando a conciliar el sueño cuando Mayte me dice que no le golpeé. “¡Ay, si pudiera!”, pienso yo. Y me resigno a no dormir: me enrollo una cuerda al brazo y hago fuerza para no golpear a Mayte. Cada vez que empiezo a cerrar los ojos se suelta la cuerda así que prácticamente no pego ojo.

Esta empezando a intuirse un gris amanecer cuando comienza a llover con fuerza y a soplar un viento huracanado. El plástico que nos protege de la lluvia y las olas se suelta y en unos segundos estoy empapado de nuevo. Me levanto abandonando toda esperanza de dormir hoy. Ayer 4 horas y hoy 2... pero ya casi estamos. El tiempo pasa lentamente, yo observo las altas olas mientras el barco sube y baja como en una montaña rusa. Al mirar la proa veo que hay unos cerdos bastante más incómodos que nosotros. Tampoco debe ser un viaje agradable para ellos, y además nosotros vamos a disfrutar de unas playas paradisíacas mientras que su final va a ser un poco menos agradable.

Ya estoy casi seco de nuevo cuando una ola enorme me vuelve a empapar de arriba a abajo. La ropa, la mochila, las zapatillas, todo está mojado. El agua corre por debajo de nuestro pies ¡No veo la hora de llegar! A estas alturas del viaje, Mayte también se ha bajado de la hamaca después de que los violentos bamboleos estuvieran a punto de tirarla al suelo.

¡Al fin vemos una isla que se va haciendo más grande por momentos! Es Big Corn Island, la mayor de las dos Islas del Maíz. El barco atraca y nosotros desembarcamos lo más rápidamente posible. Una vez en la isla pensamos que ya estamos casi, solo falta encontrar un hotel y descansar. Nos sentimos agotados y sucios. Realmente no es que nos sintamos así, es que lo estamos, ¡y mucho!

Nos dirigimos a un bar y allí nos encontramos a Greg y Marie, una pareja francesa que conocimos de forma fugaz poco antes de salir de El Castillo, en el río San Juan. Entonces hablamos muy brevemente pero nos cayeron muy bien. Nos dijeron que tenían intención de venir aquí pero por la ruta civilizada. Otra de esas curiosas y agradables coincidencias que tienen los viajes.

Vamos con ellos y con otra pareja a buscar un hostal barato por la isla. Gastamos un dineral en taxis y no encontramos nada asequible. Además no nos gusta el ambiente. Para mí hay dos tipos de Caribe: uno de gente malencarada, desagradable y agresiva, y otro de gente tranquila, amable y sencilla. La impresión que nos da esta isla es que pertenece al primer tipo. Por ello decidimos, junto con nuestros amigos, que nos vamos a Little Corn, la isla más pequeña, que según nos han dicho otros viajeros, es mucho más tranquila y agradable. El único problema es que hay que esperar varias horas hasta que salga la panga. Compramos algo de comida y nos sentamos a esperar. Cada persona a la que le preguntamos nos dice una hora de salida diferente. El Caribe es así, a veces la cosa más sencilla puede llegar a convertirse en imposible. Hay que ser paciente, tener sentido del humor y dejarse llevar. Es eso o correr el riesgo de desarrollar una úlcera.
Mientras esperamos, comienza a llover a cántaros. Veo que unos niños y algún adulto se dan una improvisada ducha en los chorros de agua que caen desde los tejados. Yo no resisto más el sudor pegajoso, la suciedad, el sueño y el cansancio, así que me levanto, me quito la camiseta, salgo a la calle y hago lo mismo... La ducha me deja un poco más relajado y hace más llevadera la espera mientras me seco por enésima vez.

Al fin sale la panga y nosotros con ella. Los saltos que da sobre las olas hacen que el cerebro golpeé las paredes de mi cráneo. Intento evitar las caídas de la barca poniéndome de pie justo antes del impacto pero no hay manera. Cada vez que la panga salta, Mayte da un gritito que acompaña con un “¡Lo siento, es que no lo puedo evitar!” provocando las risas de todos los pasajeros. En unos 30 minutos estamos en Little Corn. Y en unos pocos minutos más nos hemos instalado en un hotel barato y sencillo pero agradable. Una ducha, una cerveza, una cena que nos preparan nuestros nuevos amigos franceses y a dormir. Más de 36 horas de viaje pero... ¡Por fin estamos en Corn Island!