Saliendo de Balewa

Información
This post is categorized under...
Sections: 
Countries: 
Authors: 

Balewa, 15-1-2012

Son las 6:30 de la mañana. Mayte, Narce, Krishna y yo caminamos por las calles de Balewa. Todavía es noche cerrada. Pasamos por delante de la casa de Krishna, su nueva casa de ladrillo a medio construir. Lila, su mujer, esta fuera, en la terraza. Nos dice adiós con la mano pero no contesta a nuestro “¡Namasté Lila! ¡Goodbye! ¡Adiós!” Estamos seguros de que le gustaría hacerlo pero Narce no es de la familia y no puede escuchar su voz. Nos conformamos con intuir su silueta agitando la mano en la oscuridad, mientras nos alejamos de allí.

Poco después estamos junto a la carretera por la que llegará el autobús que nos llevara lejos de aquí. La noche del desierto es fresca así que nuestros amigos encienden un fuego. Nos acercamos a él y nos ponemos en cuclillas a su alrededor para calentamos. Empieza a adivinarse la claridad del amanecer hacia el Este. Tan solo se escucha el crepitar del fuego y el canto de algún pájaro madrugador. Estamos tristes por tener que dejar este pueblo donde la vida es tan dura y tan sencilla al mismo tiempo. También nos apena tener que despedirnos de Krishna. Sabemos que nos volveremos a ver. Estamos seguros. Pero eso no va a impedir que echemos de menos a este nuevo amigo, a este hombrecillo vivaracho que hace unos pocos días ni siquiera sabíamos que existía. Cuando vemos, a lo lejos, el resplandor de los faros del bus y oímos la melodía de su claxon, nos apresuramos a regalarle a Krishna una de las pulseras de hilo que hace Mayte. Otra pulsera, otro amigo que queda atrás. Él nos da las gracias por enésima vez, nosotros se las damos a él por última y, tras un abrazo, subimos al bus.

Mientras el bus se aleja, vemos como nuestros amigos echan arena sobre el fuego, lo apagan y vuelven hacia sus casas en la menguante oscuridad.

Nosotros estamos otra vez en marcha. Por la ventanilla veo cómo va amaneciendo. La oscuridad se hace menos intensa. Empiezan a distinguirse distintos tonos de azul. Hace un poco de frío pero es agradable. El conductor, su ayudante y el único pasajero que venia en el bus hablan y fuman bidis. Yo, encajado en mi minúsculo asiento,  apoyo la cabeza en el cristal y sigo mirando el paisaje. No sé qué conexiones se activan en mi cerebro pero me empiezan a venir a la cabeza otros amaneceres. Amaneceres como este. Pero a la vez amaneceres muy diferentes, en un lugar muy lejano, en un tiempo muy lejano.

Me recuerdo a mí, viendo esos amaneceres en Valencia, en mi ciudad. Me recuerdo con mis amigos después de una noche de fiesta. Charlando o riendo, apoyados en un coche mientras se apagan las farolas. O quizás buscando un ultimo garito donde tomar la penúltima copa. Lo recuerdo todo con nostalgia y mucho cariño.

Algunos de esos amaneceres fueron alegres y divertidos, como aquel en el que Ricardo me rompió el parabrisas del coche al saltar sobre el capó a modo de saludo. Otros fueron tranquilos como los que teníamos Antonio y yo cuando, siendo casi unos niños, nos comíamos una pizza antes de volver a casa  dando tumbos. También hay amaneceres tristes como aquel lleno de lágrimas, con Toni y Miguel Ángel, en esa discoteca que ya no existe, hablando de la enfermedad de mi padre. Otros son inolvidables, y por desgracia ya no podrán repetirse, como el que pasamos Belén y yo apoyados en una fachada centenaria del centro de Valencia mientras la gente de bien y las familias aprovechaban un domingo soleado y nos miraban escandalizados.

Jamás, nunca, me podría haber imaginado en aquellos años de juventud, de trabajo frenético, de fines de semana desenfrenados, que recordaría esos momentos sentado en un autobús polvoriento que atraviesa el desierto. Pero es la misma luz, el mismo frío del alba, el mismo bienestar, la misma sensación que entonces.
Me quedo dormido con una media sonrisa mientras kilos de polvo se acumulan sobre nosotros y nuestras mochilas. Dentro de 3 buses y unas 14 horas estaremos en Pushkar.